CUENTO PARA APRENDER DE LA IRA


    Érase una vez una persona que se enfadaba y discutía mucho con su pareja, y como sentía que su ira podía provocar que hiciera y dijera cosas que en realidad no quería, buscó consejo en la persona más sabia del lugar. Esta gran sabia, que encontró emboscada en lo más recóndito del monte, le aconsejó que, cuando iban a tener una discusión, cuando le venía el enfado, subiera corriendo a la montaña más alta y después regresara de vuelta corriendo a su hogar. Le pareció muy extraño y se preguntaba qué sentido podía tener ir corriendo hacia el pico más alto si no era, por ejemplo, para gritar. Entonces la gran sabia le explicó que en ese momento podría estar tentado a decir cosas no muy agradables como una sarta de improperios o “te odio” y entonces que pensara en lo que contestarían las montañas de enfrente, como le devolverían multiplicado el “te odio”: te odio, te odio, te odio… Y ojalá sí pudiera encontrarse en disposición de gritar “te quiero” para que todas las montañas de alrededor le respondieran: te quiero, te quiero, te quiero…

    Con lo cual, nuestro protagonista decidió que iba a ir corriendo hasta la cima y regresar corriendo a su casa porque seguramente no se encontraría con fuerzas suficientes para decir cosas bonitas, y efectivamente así lo hizo. Cuando llegó a la cima no tenía muchas ganas de gritar, sino que guardó fuerzas para regresar corriendo y al volver a su casa descubrió cuál era el sentido de todo eso porque se le habían pasado las ganas de discutir, su energía había bajado y se había quedado tranquilo.

    Así que cada vez que le entraba un enfado y tenía ganas de discutir repetía esta práctica, y así fueron reduciéndose las discusiones y los enfados. Entonces, en una ocasión que la sensación de enfado era menor, se encontró con fuerzas al llegar a la cima de la montaña y preparado para gritar algo bonito. Y cargado de coraje soltó sus defensas, bajó sus barreras, y  grito a pleno pulmón desde el pico “te quiero” y entonces todas las montañas alrededor le respondieron clamorosas unas detrás de otras: te quiero, te quiero, te quiero… y aún siguieron las de detrás: te quiero - te quiero - te quiero… Pudo sentir como si toda la Tierra le dijera te quiero y realmente sintió todo su sostén, todo lo que le brindaba el mundo, todos los apoyos con los que contaba, todo lo que tenía que agradecer… Sintió que se deshacían todas sus dudas y sus miedos, sintió también su gran fuerza interior y sintió que todo esto sí merecía la pena. Había podido sentir que el mundo le quería, que el mundo le sostenía y así se encontró con fuerza de ahí en adelante para no sentir carencia, ni tener que reclamar, ni reprochar a nadie, sino poder sostenerse con todo el apoyo con el que contaba, con las muchas cosas que le nutrían.

    Y tomó y respiró todo eso, lo agradeció, y con toda esa energía positiva fue a compartirla con su pareja. Bajo corriendo a su casa y le dijo “te quiero”. Su pareja también se desarmó de todas sus defensas y también le dijo te quiero. A continuación concluyeron que podrían disfrutar más de su amor si podían dejar a un lado el hacer cargo al otro de sus enfados, de sus quejas o reclamos, porque podían hacerse cargo cada cual, como él había hecho subiendo la montaña. Y así haciéndose cargo cada quien de su enfado y de sus reclamaciones, podrían realmente amarse y apoyarse en vez de discutir y enfadarse. 

    Desde entonces a algunas montañas como esa, les llaman montañas sagradas, pero muy poca gente recuerda cómo las hicimos sagradas para la humanidad, y a menudo tampoco recuerdan el valor de hacer de las cosas más cotidianas algo sagrado por el cariño de atesorar el significado, el valor, de las cosas de esta Tierra que compartimos.

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